El oficio de escritor y cuentista itinerante supone esperas e insomnios donde uno les puede inventar vidas a pasajeros de micros, trenes y aviones, o elegir al que toma sol y robarle esa sombra que lleva a la rastra. Con el insano ejercicio de hojear ficciones propias uno comprueba que estos personajes vuelven, hablan, 'se muestran' y actúan su rol. Parece un casting de perdedores, pero en tiempos de naufragio cada quien se abraza a lo que puede, así que el autor acaba por tomarles cariño. Además, en este fuego de espejos, ¿cómo saber si no son los personajes quienes le están escribiendo la vida a uno?
NEGRO EL OCHO:
Dice que no tiene vicios porque no fuma ni
bebe ni trabaja. Sólo frecuenta alguna droga social, de vez en cuando. Fue
despedido del Ferrocarril. Con la indemnización puso un Cybercafé que pronto
entró en decadencia. Ahora el verdadero lucro del Cyber es la quiniela
clandestina. Pero ‘Negro el ocho’ no se resigna a lo virtual; camina el
territorio. De madrugada cierra el Cyber y sale con una gran caja de madera en
el baúl del auto. La caja contiene una ruleta que compró ilegalmente en Chile.
Alternando varios pueblitos que no tienen ni un modesto bingo, ‘Negro el Ocho’ celebra
módicos rituales con los miembros de la hermandad que ha fundado y todos llaman
‘La Peña’. Su Casino Ambulante es el secreto más popular de la provincia.
YANINA:
Tiene quince años que ni el más avezado seductor de
mujeres sospecharía. Parece andar por los veinticinco, así viste también, y así
se mueve. Yanina dice lo impronunciable dejando flotar silencios, acaricia con
la mirada, tiene aliento frutal, un perfume sutil a la distancia que es filoso
en cercanía, y cada sábado viaja a la Capital a ‘pasar ropa’ para una
diseñadora de modas amiga de su mamá. Al padre le dicen que está estudiando
‘constelaciones familiares’ con un coach ontológico. Él paga por no saber más y
huye a su mundo. Es subtesorero de banco y padece alguna clase de delirio
místico: en la buhardilla de la casona familiar construyó un santuario donde se
encierra a rezar y a masturbarse, frecuentemente a la vez.
LADRILLO GUZMÁN:
Fue sparring y amigo de un campeón mundial
de box muerto de Sida. Conoció Europa, hizo 12 peleas de fondo en el Luna Park,
tuvo un Mercedes, tres restaurantes, dos hijas (Marisa y Bety) y una esposa
rubia que lo amaba y por eso se marchó. Ahora está solo y malgasta su renombre
en hoteles fastuosos, clubes miserables y cuarteles de frontera boxeando con
aprendices, en peleas de exhibición de las que no siempre sale airoso, pero que
le dejan buen dinero para comprar alcohol, comida, y dormir con mujeres que
nunca deberán ser rubias ni llamarse Marisa o Bety, salvo en momentos de
extrema desolación.
MARÍA IGNACIA:
Viaja ocho horas desde el campo a la ciudad, todas
las veces que puede, para visitar al guardiacárcel que ama. Llega a la terminal
a las doce de la noche, y él está esperando en la barra de un barcito,
enfrente. Salen a cenar y van a los bailes pobres de la orilla. A esa altura de
la madrugada el hombre dice las primeras frases, cortas, secas. María Ignacia
sabe que él tiene mucho que callar. Sabe también que van a estar allí
aturdiéndose dos o tres horas, que él fumará y tomará mucha cerveza, y que
luego, cuando lleguen a la habitación que alquila el guardiacárcel, ella deberá
escucharlo llorar hasta que se quede dormido. El domingo lo pasarán encerrados tomando
mate, haciendo el amor y hablando del futuro que hoy no tienen. Al caer la
noche María Ignacia podrá llorar a gusto en el asiento del fondo del micro, y cuando
se baje en la tranquera del campo, antes del primer sol, ya se habrá secado las
lágrimas para besar a los críos y abrazar a su esposo.
LUCY PEZONES:
¿Qué hay en los ojos de esa muchachita que se guarece
bajo el toldo del cabaret voceando periódicos mientras llueve a mares? ¿Y
puertas adentro? ¿Qué hay en la mueca del tipo en silla de ruedas, segundo en
la fila de clientes del ‘anexo’ (después del negro con cara de basquetbolista
sin club)? ¿Qué nombre hay detrás de ‘Lucy Pezones’, como bautizaron a la
debutante; qué brillo se apaga en sus ojos cuando le avisan que debe atender al
paralítico? ¿Qué hay en los tachos de luz rosa y violeta que alumbran sin
descifrar las mesas en los rincones? ¿Y qué hay en esa música melosa y ordinaria,
que borra el estruendo líquido contra las chapas de zinc? ¿Qué hay, qué puede
haber, en la voz del muchachito detrás de la barra (musculosa negra, despeinado
con gel, mucho delineador; bíceps de anabólico y tatoos), un fanfarrón
inventando récords arriba de automóviles y mujeres que no conoce ni maneja? Y
también: ¿qué hay en la risa de la vieja que ríe? En los oídos de todos, en su
boca duele esa carcajada perpetua. La mujer de arrugas que ya no cubre ningún
maquillaje tiene más necesidad de reírse que alegría, y es evidente que le
vinieron muchas ganas de gritar, de sacudirse, de gemir, de ser toda ella un
ru(g)ido aparte; y acaso no tiene por qué, y no ha de tener cómo (ni tal vez
cuándo ni dónde), y entonces no para. Y duele oírla. Verla mirar a la debutante
que la jubiló. Se nota que le duele. Pero finalmente: ¿qué hay en los labios
despintados de Lucy Pezones, después de atender al paralítico y al negro,
cuando se acoda en la barra y pide, como en la escena de una mala película: “Nico,
dame algo fuerte: estoy a punto de volverme cuerda”.